Una vez llegué a la conclusión de que el equino no era mi regalo, no sé cómo pude pensar que lo era, lo achacaré a que aún estaba medio dormida, mi preocupación era como frenar al poni y su carrera alocada.
Cruzó el río a todo galope, menos mal que lo hizo
por una parte donde el Severn no tenía mucho caudal, el agua apenas me
cubrió las piernas que a aquellas alturas había dejado en su posición
normal y las seguía llevando a rastras.
Me dolía todo, estaba helada de frío y no me hacía
con el maldito poni. Recordé la célebre frase de la película Rambo “no
siento las piernas”, era exactamente lo que me sucedía. Ojalá no
sintiese tampoco el culo que me palpitaba y escocía, el jodido, como si
hubiese metido en el ano una cayena.
Me prometí una vez más que iría al médico y me
operaría de las dichosas almorranas que me daban, y nunca mejor dicho,
por el culo.
A punto de cruzar el río, cuando creí que estaba a
salvo y el poni más tranquilo, el cabronazo me tiró, debió tropezar con
el fondo arenoso y fui a parar al agua que estaba helada, por cierto. Me
cagué en todos los muertos del poni y en su puta madre, hablando de
madres, si me oyese este soez lenguaje mi madre Lady Emelinda, se moría.
Normalmente cuando me enfado o estoy nerviosa mi vocabulario no se distingue apenas del de un estibador.
El poni siguió con su carrera infernal y me llevó
arrastras, pues se me había quedado el pie izquierdo enganchado en el
estribo. Salió del río y siguió galopando como un loco. Gloucester está a
180 kilómetros al oeste-noroeste de Londres y
hacia allí enfilaba el equino. Elevé la vista al cielo y también elevé
mis preces, aunque no soy muy religiosa, encontré consuelo en orar y
rogar para que terminase esta odisea.
Imagino que debido a mis gritos, o bien porque el
pobre equino no podía aguantar el esfuerzo que le suponía tirar de mí,
ya que precisamente no soy un peso pluma, el poni se fue sosegando y yo
pude levantarme, tuve que volver a ponerme encima de él para sacar el
pie del estribo, pues de pie no me sostenía bien ya que temblaba y el
poni no paraba de moverse. Hablé con calma al poni, le susurré al oído,
en una peli vi que a Robert Redford
le daba resultado, le acaricié y cuando casi había conseguido liberar
el pie, el hijo de puta cabrón se lanzó de nuevo al galope. ¡Dios, esto
no puede estar ocurriendo!!
No maltrato jamás a los animales, pero reconozco
que estaba tan frenética que no paraba de arrearle patadas en los lomos,
lamenté no llevar espuelas porque juro que se las hubiese clavado hasta
el fondo. No había manera de frenarle, no sé qué le pasaba, seguía
galopando como un loco y de vez en cuando corcoveaba, cuando lo hacía
tenía que agarrarme fuerte de las bridas para no caer, aunque no sé si
sería lo mejor. De hecho, seguía pensando seriamente en tirarme en
marcha, pero era una locura, debido a mi estatura, me podía hacer mucho
daño dada la velocidad del poni.
De repente el poni dio un giro de 180 grados y se
dirigió desenfrenadamente hacia la zona boscosa y montañosa, hacia las
colinas de Cotswolds.
Según nos íbamos acercando a las montañas empezó a
llover de forma copiosa, yo seguía tiritando de frío, mis pantalones aún
no se habían secado y no llevaba más que una fina chaqueta de ante,
pues mi intención cuando salí esta mañana no era ni mucho menos correr
un derby con el mamón del poni.
Solo me mantenía un poco más serena el pensar que
en casa se habrían dado cuenta de mi ausencia y de la del poni y que con
la que estaba cayendo (ya era una lluvia torrencial) alguien saldría en
nuestra búsqueda.
Me fui sosegando cuando noté que el caballo iba
frenando poco a poco, por fin paró y me pude bajar a toda hostia no
fuera que empezase de nuevo con su loco galope.
Yo Temblaba de frío y nervios. Corrí para
protegerme de la lluvia, me apoyé en el tronco de un alcornoque. Papá
tenía alcornocales debido a que una de sus empresas se dedicaba al
corcho. Por suerte el árbol tenía una copa bastante frondosa y apenas me
llegaba la lluvia, me senté y no me importó empapar más mis pantalones,
a estas alturas nada me importaba.
Para mi sorpresa el poni empezó a acercarse a mí en
busca de caricias, yo estaba alucinada y llegué a la conclusión de que
el pobre equino no podía conmigo, pues además de medir 1,80 peso 70 Kg.
Existe una regla orientativa, según la cual el caballo no debe llevar encima a un jinete cuyo peso rebase el 15 por 100 del peso del equino.
El pobre poni, como todos los de su raza, tiene un
aire salvaje pero la realidad es que es un buenazo, amable y juguetón.
Lo dicho, no sé qué me ha pasado esta mañana para cometer tantos errores
de cálculo. Me monto en un pobre animal que no puede conmigo y casi nos mato a los dos, a él reventado y yo, descoyuntada.
En estas divagaciones me hallaba cuando empecé a
escuchar a mi alrededor un ruido sordo, una especie de zumbido y al
pronto me encontré rodeada de un enjambre de abejas, que se querían
guarecer de la lluvia en su jodida colmena que por casualidad estaba en
el mierdoso alcornoque. ¡Coño! ¿Es que he pisado mierda esta mañana? Las
abejas no suelen picar, a no ser que la colonia tome una aptitud
defensiva o estén irritadas, en este caso seguro que lo estaban ya que
seguía lloviendo y esto las sensibiliza bastante, normalmente en días
nublados o tormentosos no conviene acercarse a las colmenas y aquí
estaba yo, debajo de una.
¡¡Por favor, que alguien me ayude!! Grité mirando a
los negros cielos. El poni se tumbó a mi lado y yo le acaricié sus
blancas crines y el hocico.
Continuará...
Nieves Angulo
Enlace: Capítulo I
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